Dejando a un lado el drama de pagar autónomos, o de saber si puedes facturar pequeñas miserias sin pagarlo, y de tener que calcular el IRFP y el IVA en cada una de tus facturas siendo, no ya de letras, si no anti-números, hablemos de una cosa: está guay tener una forma de vida que te permita elegir cada día cómo invertir tu tiempo, a qué proyectos dedicarlo y qué tarea te apetece más hacer. Para mi es mejor que tener un horario fijo de oficina en el que sea otra persona la que me marque los objetivos y las tareas. ¿Es mejor o es a lo que me he acostumbrado mientras intentaba conseguir el otro tipo de trabajo? No lo sé, pero aquí es donde me he instalado yo.
Me he puesto unos cartones en la sala de espera y estoy a gusto. Me he hecho mi casa en el limbo en el que se espera a que te llamen de un trabajo de verdad, en los márgenes de la vida laboral en los que esperas para que te respondan al cuarto currículum que has mandado esta semana que seguro que te responden porque alguien te tiene que responder alguna vez, el mundo no puede ser tan cruel, “¡juraría que no soy invisible!” te dices a ti misma en voz alta mirándote al espejo y descubriendo en ese instante que aún no te has quitado el pijama.
Yo ya no quiero que me conteste nadie, este es mi hábitat natural: la incertidumbre. Vivir en un descampado con todas las posibilidades alrededor pero ninguna cerca realmente, o no tan cerca como para considerarlas a mi alcance. Y espero que no lo estén nunca, ¡no quiero sobresaltos!, no quiero que ahora me llamen de esa empresa a la que hace años escribí cincuenta veces pidiendo trabajo. Mi estabilidad es la espera a que me llamen de una buena empresa, no trabajar en ella, trabajar en ella me crearía mucha inquietud, no sabría comportarme, no sabría vestirme, o me presentaría en pijama, ¡a saber!
Pero soy consciente de lo cansado que es a veces vivir así. Vivir en la libertad, tener el control de todo tu tiempo, te despiertas por las mañanas y es todo campo. Decidir cansa. Cada minuto de tu vida decidiendo. La libertad cansa mucho. Algunos lunes por la mañana una solo quiere tomarse tres cafés y dejarse caer en la rueda del sistema para que la empuje a donde sea que tenga que ir, como si fuera una cinta de esas que mueven el equipaje en círculos en el aeropuerto, echarse en la cinta y hacer como que trabaja en una mesa de 9 a 6. No seguir la corriente natural cansa, como era de esperar, pero hay quienes ya no sabríamos ni siquiera entrar en esa cinta que no para sin dar un traspié.
Hace años estuve trabajando unos meses en una empresa completamente normal, en lo que se dice: una oficina. Una empresa estándar. Lo que yo mucho tiempo soñé porque todos tenemos en algún momento de nuestras vida la ilusión de que el capitalismo nos lleve de la mano y se encargue de todo. Para mi la clave del nivel de normalidad de esta empresa era que tenía una sala con un microondas. Pensaba que eso era el súmun de la normalidad y, en el fondo, la clave del éxito.
La empresa se dedicaba al Marketing Digital y se llamaba “Marketing Digital”, así de genérica era la empresa. Era como ser una trabajadora que se dedicaba al Trabajo, como si estuviera protagonizando una fábula en la que de antemano ya se veía venir que me iba a tocar a mi sufrir para que otro aprendiera algo de la vida. Perdía el tiempo en mi ordenador como nunca lo he perdido, mantenía charlas cortas con mis compañeras y cuando volvía a mi mesa me dolía la cara de fingir la sonrisa, me llevaba mis tuppers para calentarlos en el microondas, el microondas que era mi billete a la vida normal con un sueldo completamente normal, 1.200 de monedas y 3.000 por lo menos de estabilidad. La empresa pagaba en estabilidad y en normalidad y microondas gratis.
Uno de los primeros días llevé un tupper de ensalada de pasta (¡aún me imponía el microondas!) que se me derramó entero en el bolso shopping bag nuevo de Zara modelo oficina y pensé que lo correcto era hacer como que aquello no había pasado para no destacar en el grupo, para no llamar la atención. Tuve que ocultar el olor a vinagre que llevaba encima (me gusta el aliño fuerte) y lavarme en el baño, vaciar el bolso, lavarlo por dentro y secarlo con el secamanos y disimular que me quería morir hasta que fueran las seis en punto, ni antes ni después, mientras me comía los cuatro macarrones que había rescatado del fondo del shoppingbag y colocado en el tupper ya sequísimo fingiendo que mi ración era tan chica porque estaba, yo qué sé, delicada de la barriga ese día.
Fue una señal para sacarme de allí (otra, además de la de no renovarme el contrato, que la pillé enseguida), una colleja para que volviera a mi sitio, a mi zona de confort, a esperar a que me llamaran de un sitio como Marketing Digital pero sin que me llamaran, a esperar un contrato normal mientras yo me buscaba la vida haciendo otras cosas, cosas que durante todo ese tiempo, entre microondas y microondas, sin que yo me diera cuenta, ya se habían convertido en Mis Cosas, las cosas que hacía y hago para ganarme la vida, esas cosas a las que no estaba dando valor porque nadie me estaba pidiendo que las hiciera. La peste a vinagre nunca se fue, pero aquí estamos una mañana más sin ponerle vallas al campo.