Simplemente una historia
(la del Portatazos concretamente)
De niña mi madre siempre me tenía a dieta. Ya he contado cuáles eran mis snacks más recurrentes cuando veía la tele. Como siempre fue así, tampoco puedo decir que fuera muy traumático o que llevara muy mal lo de ser la única niña que llevaba sandwich de pan integral al recreo en vez de un bocata de chorizo o veinte duros para una caña de crema de metro y medio. Hasta que llegaron los Tazos.
Los Tazos los regalaban con los paquetes de patatas fritas de jamón, de cortezas, de Chetos pandilla, de pelotazos, de todo lo que yo tenía prohibido comer. Recuerdo que los fines de semana me daban quince pesetas para chucherías (cuando a los otros niños les podían dar hasta cien) y yo desarrollé muy buenas cualidades para la economía doméstica desde ese momento porque encontré la forma de estirar el dinero lo máximo posible: me compraba un paquete de pipas y un chicle, que ni de lejos era lo que más me gustaba comer, pero sí era lo que más duraba. Un paquete de pipas y un chicle te podían durar todo el día si querías. Pero claro, cuando empecé a necesitar Tazos, yo quería mis Bocabits y mi chiquitazos como todo el mundo, aunque supiera que iba a devorarlos en medio segundo y tendría que conformarme el resto del día con ver cómo los otros niños se hinchaban a fresitas.
Después de comer me bajaba todos los días a la plaza a jugar a los Tazos. Se formaban grandes competiciones allí, mucho más grandes que con las canicas, había algo adictivo en ver cómo ese círculo de plástico todavía pringoso con la cara del Demonio de Tasmania o de Chiquito se daba de pronto la vuelta favoreciendo al niño que menos se merecía ganarlo (¡Nooorrr!). Los niños cuyos padres carecían de conocimientos básicos sobre nutrición tenían millones de Tazos, pero yo tenía que depurar mucho mi técnica practicando en casa con los tres que había conseguido juntar para después ganarles algunos más y poder seguir en la competición sin perder la línea en ningún momento. Pero no era fácil, sobre todo teniendo en cuenta que Matutano se vino arriba sacándose de la manga los Mastertazos, unos Tazos más grandes, más gordos y más duros con los que se ganaban todas las partidas. Solo venían en los paquetes grandes, así que era más probable que mi madre me comprara una moto que que yo consiguiera un Mastertazo.
Una tarde me bajé antes de la hora a la que solía bajar. Al llegar a la plaza no había nadie. Tengo en mi cabeza como si fuera ayer la imagen de la plaza completamente en silencio, tan diferente a como solía estar que parecía que me había colado donde no debía. En solo diez o quince minutos se llenaría de niños que empezarían a retarse y a tirar unos Tazos contra otros sobre esos bancos de piedra que ahora estaban vacíos. Todos vacíos menos uno, porque sobre él, allí encima, brillando como si fuera una aparición, había un Portatazos de color rojo.
El Portatazos era un envase especial para llevar los Tazos. Era tan guay que yo ni siquiera aspiraba a tener uno, no solo porque no habría tenido con qué rellenarlo entero sino porque imagino que para conseguirlo había que juntar muchos Tazos, muchos puntos, más de quince pesetas y un poco de sangre de Chiquito. Tenías que ser muy pro para tener eso. Era como ser multimillonario en el mundo Tazo. Me aseguré de que no era ni una cámara oculta ni una trampa y me acerqué con la idea de guardármelo y poder llenarlo cuando ganara todas las partidas algún día. Cuando me acerqué a cogerlo vi que pesaba.
Mi corazón se puso a latir muy fuerte. Le desenrosqué la tapa con dificultad porque me sudaban las manos. Juraría que al abrirlo de allí dentro salió una luz. O un rayo. O un destello. Estaba hasta arriba: los de los Looney Toons, los que les cambiaba el dibujo con el sol, los que no salían nunca, la colección entera de Mastertazos (el azul, el rojo, el verde y el amarillo que era del Pato Lucas). Estaban todos. Lo cogí y me fui a mi casa disimulando como había visto hacer a los delincuentes en las películas o a la gente que se encontraba dinero.
Ya en casa elegí unos cuantos para jugar ese día, guardé bien el Portatazos con el resto y volví a bajar. Sabía que quien lo hubiera perdido estaba a punto de llegar y los iba a reconocer si los llevaba todos juntos.
Pasaron unos días y nadie me reclamó el alijo y yo con el Tazo gordo rojo de Bugs Bunny ganaba todas las partidas y decía que me había tocado en un paquete de patatas de los grandes. Flipaba con que alguien se pudiera creer que me habían dejado comer tal cantidad de Pelotazos. Supongo que el niño que los había perdido daba por hecho que no los iba a volver a ver y se había olvidado de aquello o quizás estaba por ahí ahogando sus penas en más paquetes gigantes de Bocabits.
Una noche llegando a casa de no sé dónde con mis padres vimos a un tío saliendo de mi habitación por la ventana y bajando por la fachada. Mi padre le empezó a gritar que qué hacía y a decirle que se fuera y mi madre a preguntar si llamábamos a la policía mientras el hombre huía. Yo permanecía callada, ocultando la culpabilidad que sentía porque tenía clarísimo que aquello era eso que había oído en las películas que llamaban ajuste de cuentas. Había sido feliz desde que encontré el tesoro, había vivido en una secuencia de escenas de éxito y felicidad con música animada (y noventera, claro) de fondo, pero eso se había acabado. Ahora venía ese giro dramático que a nadie le gusta.
Estaba segura de que esa persona había estado siguiendo mis movimientos durante días hasta encontrar el hueco para entrar en mi cuarto y recuperar el Portatazos con todos los Tazos dentro. Nada más subir al piso me fui corriendo al sitio donde los había escondido bien escondidos desde el primer día y vi que ahí seguían. El ladrón había revuelto toda la casa pero no había conseguido encontrarlos, pensaba yo. El susto ante la posibilidad de que me fueran a robar aquello fue tan grande que ni siquiera recuerdo qué fue lo que nos robaron. Solo sé que mi objeto de valor no fue.
Espero que a mi madre, aunque sí le robaran sus cosas, le compensara al menos que yo no hubiera engordado ni un gramo durante todo aquello.









